“El primero de nuestros deberes es poner en claro cuál es nuestra idea del deber”.
Maurice Maeterlinck.
“Tengo que escribir mi reflexión”. ¡¿Ah sí?! Pues hoy me voy a permitir escribir simplemente porque quiero.
Un amigo me ha recordado que puedo permitirme relajar el listón del deber, de la obligación, de mi excesiva responsabilidad y autoexigencia. Verás, hace algunas semanas que, por distintos motivos, soy menos recurrente de lo habitual en escribir estas reflexiones. Suelo publicarlas los viernes y como siempre tienen que ver con mi experiencia, con algo que haya vivido o que me hayan contado durante esa semana, pues las suelo escribir de madrugada, o bien temprano esa misma mañana de viernes, en función de mi grado cansancio e inspiración.
Y puede que me haya olvidado de que esto empezó con la voluntad de entretener y aliviar los duros tiempos de pandemia, por y para mí misma, por y para aquellos a quienes les pudiera resonar y servir lo que escribía y escribo, por el simple hecho de que escribir me conecta, me ordena y lo disfruto porque sí. Unos canalizan bailando y yo, escribiendo.
De alguna manera, sin darme cuenta, mi inocente recurrencia semanal se ha acabado sumando a mi lista interminable (y prácticamente imposible de cumplir) de “To do”, tornándose en una especie de obligación conmigo misma cada juernes. Hasta el punto de que, si alguna semana mi ritmo, mi concentración, mi ánimo, mi tiempo o mi inspiración fallan y no me permiten escribir, yo misma saco el látigo y, con una mueca de decepción, me reprocho el “deber” no cumplido.
¿En qué momento he convertido mi hobbie en una obligación? Yo misma sé que esos “debería escribir”, “tendría que escribir”, van cargaditos de responsabilidad y de presión, cuando en realidad, debería (qué puto el lenguaje) reprocharme todo lo contrario, el hecho de que mis circunstancias no me permitan disfrutar de mi tiempo para escribir. De verdad que no sé en qué momento yo misma he distorsionado mi pasión y la he reconvertido en una obligación.
Y entonces me he parado a escuchar cómo nos comunicamos: “debería limpiar”, “tendría que ir al gimnasio”, “debería desconectarme ya del mail”, “tendría que llamar a mi madre”, “debería pasar más tiempo con mis hijos”, y así, un largo etcétera. Te invito a contar la cantidad de veces que, durante el día, pronuncias el verbo “deber” o “tener que” y, tras él, sacas el látigo contigo mismo (y peor, también con los demás) para flagelarte por no haber cumplido con lo que tú mismo verbalizas como obligación. No sé tú, pero yo, o cambio la forma de pensar y relajo mi lenguaje inquisidor o moriré joven con tanto latigazo innecesario.
Suerte que ahí están los amigos. Además de para tomar un buen café y alegrarte la vida, están para darte collejas cuando las necesitas y pedirte que aflojes, que desconectes para conectar, que recuerdes el por qué empezó esto (en mi caso, el por qué comunico). Están para recordarte que puedes aliviarte y recuperar la cadencia en escribir, porque la inspiración fluye cuando la liberas, no cuando la sometes. Y es que tenemos que aprender a pensar en términos de voluntad y pasión, abandonando el lenguaje y el pensamiento de la constante obligación. Porque el deber, impone, mientras que la vocación, desata.