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GUERRA DE MUNDOS
septiembre 2, 2022

“No hay necesidad de apresurarse. No hay necesidad de brillar.
No es necesario ser nadie más que uno mismo”. Virginia Woolf.

Una persona a la que quiero, admiro y respeto, en lo personal y en lo profesional, me hizo una pregunta el otro día y me invitó a reflexionar sobre lo siguiente: ¿tienen las emociones, como llorar en público o dar un discurso con voz quebrada, su lugar en el mundo profesional? Al principio interpreté la pregunta desde el punto de vista de la comunicación no verbal, y traté de responder desde el significado del contacto visual, el discurso templado, los gestos… sin embargo, la perspectiva era otra. Y reconozco que me gustó el enfoque.

Verás, en lo profesional, revelar la emoción, sobre todo cuando el sentimiento es profundo, a corazón abierto, cuando deja al descubierto tu parte más sensible o vulnerable, suele confundirse con un signo de debilidad, como un defecto, como una muestra de cierta falta de control o estabilidad. Habrás escuchado más de una vez eso de que los hombres, si lloran, son nenazas y las mujeres, estamos muy locas. Etiquetas sexistas derivadas de la distorsión de roles y del solapamiento de planos, el personal y el profesional.

Estamos demasiado acostumbrados a aparejar la figura del buen profesional (¿qué será eso?) con el concepto de seguridad y a este, lamentablemente, con una connotación de autocontrol, rigidez, cierta frialdad y, por lo tanto, pretendida neutralidad emocional. Como si el nivel de expresión del sentimiento fuese un termómetro de las habilidades y competencias profesionales.

A todos nos sigue sorprendiendo ver a un líder cabizbajo, llorar, dar un discurso con voz quebrada, equivocarse, asumir un error o incluso pedir perdón, como si eso fuese solo cosa de humanos y no de profesionales. Y es precisamente ahí donde está el error: separamos los roles, el de ser persona y el de ser profesional, como si uno pudiera arrancarse el corazón o ponérselo, según para qué ocasión. Creamos una guerra de dos mundos (de nuevo, el personal y el profesional), y nos empeñamos en separarlos, en que uno no sepa del otro: porque en casa no te comportas como en el trabajo y en el trabajo, no te muestras como eres en casa. Pero esa distorsión no existe: sólo hay autenticidad cuando generamos un único mundo, una única realidad. Es absolutamente estresante y limitante pretender comportarse de forma distinta según el escenario o según con quién compartas escena. No hay mayor virtud que la grandeza de ser uno mismo. Porque cuando te sitúas ahí, en tu esencia, y te permites mostrarte tal cual eres, con tus virtudes y tus defectos, con tu imperfecta humanidad, desde la humildad, el respeto y la honestidad, es cuando verdaderamente lideras, porque te relacionas desde la lealtad de tu propia esencia, desde la seguridad de tu propio ser, desde la habilidad de ser tú mismo. Y esos valores se comparten en lo personal y en lo profesional, y son los que se transmiten y perduran, los que arraigan. Y solo de esa forma eres capaz de dejar huella y, sin pretenderlo, te conviertes en espejo, porque dejas de relacionarte desde el personaje para pasar a relacionarte desde la naturalidad. Y esa humanidad resuena e impacta, porque tu reflejo es verdaderamente nítido. No hay nada más cautivador que ser fiel a uno mismo y mostrarse sin máscaras.

Así que yo, cuando veo que un líder rompe a llorar, se emociona, balbucea en su discurso y se muestra tal y como es, sin victimismo alguno, sino rebosante de humanidad, lo aplaudo en silencio y sonrío de admiración y respeto, porque esa fragilidad no es debilidad, es una muestra de generosidad, de honestidad, de transparencia, de sensibilidad, de fidelidad con su persona. Y esas son las cualidades de un buen profesional, porque ensalzan y destacan por encima del resto de capacidades técnicas o competencias. Títulos tienen muchas personas; un corazón noble, solo unas cuantas. Solo las personas que se rinden a quien realmente son tienen la capacidad de cambiar su propio mundo y el de quienes les rodean.

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Martínez Comín