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IMPROSHOW
enero 21, 2022

“Estoy aprendiendo a vivir. Mientras tanto, improviso”. Anónimo

Más surrealista no podía haber sido mi semana… Empecé francamente bien: con un montón de alegrías profesionales, de esas que alivian el día a día y descargan la mochila del estrés (la tuya y la del cliente). Y siguió bien en lo personal, con buen humor, con nuevos proyectos, con retos a distintos niveles y con muy buena energía, hasta que….

Y sí, leñe, es que siempre hay un “pero”: pues todo fue muy bien hasta que, de golpe, en cuestión de 24 horas todo cambió. Y, de la noche a la mañana (literalmente) confinan la clase de mi hija pequeña, por más de cinco positivos en covid (y siéntete agradecida a la vida porque, por suerte, ella es negativo); hasta que… un día después (¡malditas 24 horas!) confinan la clase de mi hija mayor, por más de cinco positivos en #bichocansino (por suerte, y doy gracias a Dios, o a Buda, o la vecina del quinto, ella es negativo); hasta que… sin saber muy bien cómo ni por qué, empiezan a tambalearse algunas operaciones en el trabajo (ahora sí, ahora no) a puertas de cierre y con mil jaleos por una absurda descoordinación; hasta que… estando hasta el moño de todos, te sale el ogro, y toda tu empatía (esa que llevas años cultivando y predicando), de repente, se torna veneno, haciendo que te cabrees hasta con la tostadora. ¡Qué puta la vida!

Sé que muchos estáis/estamos (y yo más) hasta el gorro del coronavirus… bien, pues yo, además, lo estoy de la improvisación. ¡Venga ya! Parece que en vez que una vida, vivo en un permanente improshow, en el que se me da un revés a modo de palabra clave y, a partir de ahí, construyo y reconstruyo mi día a día a modo de historia épica, cargadita de sinsentido para que todos se rían y con un final que a mí me hace muy poca gracia: siempre a la espera de que alguien ajeno a mí pronuncie la siguiente palabra. Una agonía de historia, vamos. Y entonces se quedan perplejos porque dejo de ser “mona”. Y mis ojeras son tan grandes que hacen sombra a mi amabilidad. Y me pesa más el cansancio que la sonrisa. Y mi buen humor se torna sarcasmo. Y mi energía… ay mi bendita energía, se agota. Y te acuestas pensando en cómo se presentarán las cosas mañana, porque claro, de planificar ni hablamos.

Pero entonces, de golpe, de repente, como un halo de aire fresco, como un destello en el cielo, ¡patapam! Se hace la luz y se esboza un oasis en el desierto. Y oye, te aferras al delirio. Qué más te da que tu alegría incontenida sea porque te ha tocado la lotería, porque te has comprado un microondas nuevo, porque te has puesto los dos calcetines del mismo color o porque te has reencontrado con el que era el amor de tu vida siendo adolescente y ya no tiene granos… ¡Qué más da! Está ahí, es alegría, es esperanza, es ese “algo”, grande o pequeño, importante o insignificante que, a ti, te hace conectar y creer, incluso reír a carcajadas, a modo foca, con esa risa histérica de persona mentalmente enajenada… ¡Qué más da! Lo importante es encontrar la chispa que te evada del desorden. Y si te tildan de loco, pues oye, a mucha honra.

Y vuelves a situarte en el papel protagonista, aunque sea por un segundo. Y entonces, eres tú el que ofrece la palabra clave en el show de la vida. Y observas como el resto también están en el juego de la improvisación. Y que muchos disfrutan con lo aleatorio, con lo inesperado… riendo con el discurso absurdo, aplaudiendo como focas (otra vez) por la genialidad de la historia no escrita. Y entonces, paras. Y observas. Y ves que todos estamos en un mismo teatro. Que todos participamos del guion. Que cada uno tiene su rol, su tiempo de intervención y su particular ingenio. Y que todos, absolutamente todos, somos parte del juego de la improvisación.

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Martínez Comín