“El caos es un orden por descifrar”. José de Saramago.
Estoy sentada en la mesa de la cocina, con el portátil justo delante y mi vaso verde, a la izquierda. Mi familia ya duerme (por fin). Y te parecerá raro, pero este vaso y yo hemos sido mejores amigos toda la semana. No, no me he vuelto loca, aunque te confesaré que estoy a puertas…. Y se me viene constantemente a la cabeza esa maravillosa frase de Edward Lorenz, que dice que “llamamos caos al orden que todavía no comprendemos”. Y me pregunto a mí misma cuánto durará mi aprendizaje, porque oye, querida vida, te estás cebando… Verás, la semana pasada te contaba la cintura que uno necesita tener para improvisar constantemente en tiempos de pandemia. Es más, te revelaba que, en mi caso, en cuestión de 24hh de diferencia, mis dos hijas habían quedado confinadas y que, por suerte, ambas eran negativo. ¡Ja! La vida… Dos días después de haberme creído ese primer test de antígenos (qué inocente), ¡zasca! Una de ellas da positivo. Y 48hh más tarde, mi otra hija y mi marido. Tres de cuatro. ¿Y yo? No, yo de guardiana y defensora del fuerte. Tengo amenazado al bicho y, oye, de qué manera: ni olerme.
Y te confesaré que es una situación extraña: tengo la “suerte” de ser la única que puede llevar una “vida normal” (¿qué será eso?), según el protocolo, de tal forma que soy quien puede salir a comprar al supermercado, el pan, el diario, ir al banco, a la farmacia, a comprar cartulinas e imprimir fotos para organizar las tareas escolares de las niñas y, a la vez, compaginar todo esto con una pulcra limpieza y, como no, con mi trabajo. Pero claro, esa “libertad” se torna oportunista, porque salgo a la calle por supervivencia familiar, pero nada más, porque, de alguna forma, vivo también un confinamiento necesario: alguien tiene que cuidarles, alguien tiene que desinfectar, que memorizar los horarios de las videoconferencias del cole y conectarse y, además, atender a mis clientes, claro, con horarios indecentes para que ni ellos, ni mi familia, ni mis compañeros se (re)sientan demasiado de mi loca situación personal. Y se siente cierto vértigo tratando de poner orden al caos.
Y ahora, en estos minutos de calma, en los que disfruto de mi necesaria soledad, me estoy riendo sola: qué curioso que lo más estable de esta semana haya sido este vaso verde que tengo a mi izquierda. Lavado y requetelavado, claro. Y es que, por higiene familiar, cada uno se asignó un color distinto de vaso, para, de alguna forma y con la mejor intención (entre otras medidas), tratar de evitar mi contagio. Y ese ha sido mi referente de control esta semana: el no perder de vista mi vaso color esperanza. El resto, ha sido un circo en continuo movimiento. Y me he visto a mí misma haciendo malabares para tratar de llegar a todo, al puro estilo “Wonder Woman” pero con menos altura y más ojeras que la guapísima Gal Gadot.
Es curioso que, además de la buena salud (que ha sido mi mayor foco esta semana), lo más importante haya sido, por un lado, mantener mi vaso verde cerca, imagino que como símbolo de lo constante y como referente al que he encomendado la suerte de mi negativo en covid y, por otro lado, la empatía de los demás. ¡Qué importante es el apoyo cuando todo se desordena! Nadie puede entrar físicamente en casa a ayudar, pero el ánimo y los buenos deseos se cuelan por debajo de la puerta y, sinceramente, calan y alimentan. Y te ves venerando lo básico y anhelando lo intangible, encomendando tu cordura a un vaso y tu ánimo, a las palabras de aliento.