“Los sentimientos delicados que nos dan la vida yacen entumecidos en la mundanal confusión”. Johan Wolfang Van Goethe.
En mi casa, arriba del todo, tengo una terraza de suelo azul. Y cuando salgo allí, a pesar de que el color se le parezca, tengo claro que no piso cielo. Creo que estarás de acuerdo conmigo en que una cosa es estar alto, pisar en azul, verse rodeado de nubes, poder sentir el sol y el viento de cerca e incluso notar cierta suspensión y, otra muy distinta, es dar por hecho que uno está, literalmente, en el cielo. Te cuento esto porque creo que tendemos a confundirnos cuando nos permitimos etiquetar en términos de emociones, de sentimientos, de sensaciones, poniéndoles nombre a bote pronto, llegando a banalizar la realidad que puede haber detrás de ellas y, peor aún, sin tener en cuenta sus consecuencias.
Verás, cuando alguien cambia de actitud, es decir, cuando vemos que una persona (a la que conocemos, claro), cambia su comportamiento en algo y su semblante su vuelve triste, su carácter irascible o su gesto se vuelve más apático, rápidamente identificamos que algo sucede (y eso es genial), pero también de forma muy superficial (a menos que haya una causa clara y concreta que justifique esos cambios), solemos permitirnos diagnosticar (sin ser expertos) que esa persona necesita ayuda porque está claro que debe estar deprimida o, cuanto menos, algo raro debe pasarle cuando nos confía que su presente no le acaba de encajar… Y puede que estemos en lo cierto y que nuestra sugerencia de que vaya al médico para solucionarlo sea su salvación. Pero también puede ser que nos estemos precipitando y estemos confundiendo una patología con algo muy distinto (que no menos importante). Puede que esa persona esté en la antesala de una transformación; en una necesidad (a gritos) de cambio. Tal vez esa persona manifiesta su apatía porque ha dejado de estar a gusto con su rutina, porque ha dejado de sentirse atraída por su pareja, porque ha llegado el momento de romper algunas relaciones tóxicas en su familia, porque ha dejado de sentirse motivada con su trabajo o, tal vez, por un poquito de cada cosa… Pero no porque esté deprimida sino, simplemente, porque evoluciona, avanza y necesita transformar, planteándose ciertos cambios externos para que su mundo encaje con su nuevo “yo”, para no frenar su evolución natural. Y se la ve triste, o preocupada, o tal vez incluso llore, porque los cambios dan miedo, porque salir de la zona de confort, cuesta. Y su cara y su ánimo reflejan lo que su alma y su mente procesan.
Y plantearlo de una manera u otra cambia mucho la historia y el cómo vemos y el cómo podemos ayudar a esa persona. Es muy fácil decirle a alguien que, si ha dejado de encajar con su rutina, es porque algo le sucede a su ánimo, pero cuidado, la conviertes en “culpable” y esto, a su vez, en su propia víctima. E incluso puede que, si somatiza lo que le dices, se acabe creyendo que tiene un problema emocional interno, inherente a su persona, justificándolo erróneamente en que el entorno sigue siendo el mismo, en que todo es como era y que, por lo tanto, si nada a su alrededor cambia, no tiene sentido plantearse que algo no encaja, porque no encontramos motivo, resolviendo que quien no encaja es en sí, esa persona. Y provocamos que se identifique con algo que no es y la sometemos, de forma inocente, al conformismo, a la resignación, a la inamovilidad e incluso podemos llegar a provocar que se crea que algo extraño le está sucediendo en su interior por replantearse su mundo. Estamos tan anclados a nuestra zona de confort y somos, generalmente, tan aversos al cambio, que dejamos de ver y de comprender la necesidad de transformación de otros e, instintivamente, la camuflamos, confundiendo el proceso, arropando el caparazón. Aléjate de la confusión, trata de identificar y acompañar el cambio, respetándolo, en silencio y sin etiquetas.