“A veces es mejor poner punto y final y empezar algo nuevo, que quedarnos prisioneros con la esperanza de lo imposible”. Karen Salmansohn.
No sabes el profundo respeto que me da el saber que esta reflexión que escribo es la número 100. He estado dos semanas en silencio, por muchas excusas, pero por una sola razón: no saber si esta es la última que escribo y, en su caso, tratar de acertar en el contenido para evitar defraudar en una cifra tan significativa. Porque seamos realistas: la película puede tener un buen guion, pero como tenga un mal final… es como un mal café tras una magnífica comida… lo contamina todo. Imagino que sería más fácil si omitiese contarte esto, porque tú simplemente la estarías leyendo como una más, de forma neutra, sin presión alguna y sin preguntarte si habrá o no habrá más. Pero me han parido honesta, qué le vamos a hacer…
Y es precisamente el preguntarme por el “punto y final” lo que me ha movido a escribirla hoy. Y he caído en que a las personas también las podemos etiquetar (qué mal hábito, ¿verdad?) como signos de puntuación: verás, hay personas de “punto y final”, es decir, personas que, por la razón que sea, acostumbran a decidir de forma tajante, con la ventaja de zanjar dilemas o ruidos internos de un plumazo y con la desventaja de cerrarse, tal vez, muchas puertas (o ventanitas) ante tanta estricta determinación racional. Luego están las personas de “puntos suspensivos”, esas que no tienen nada claro y que lo dejan ahí, sin saber muy bien qué va a seguir o por dónde van a ir las cosas, de tal forma que tienen a su favor el dejarse llevar por la incertidumbre, porque es parte inherente a cualquier vida y, oye, alivia no tener que encontrar respuestas a todo, pero, a su vez, su discurso siempre abierto puede llevarles a no acabar nada, a perderse en lo incierto, a morir en la desidia. Y luego están las personas de “punto y coma”, sí, aquellas que no son capaces ni de zanjar ni de dejar abierto, por lo tanto, personas que sólo piensan en añadir, en sumar, agonizando porque nunca llegan a un final (cualquiera que este sea), sea por no poder cerrarlo o por no poder dejarlo abierto. Algo parecido (y por eso me permito omitirlas) a las que se rigen por los “dos puntos”. Tengo ejemplos muy claros en mi cabeza de personas que actúan de cualquiera de los tipos que te acabo de definir. Pero no tengo claro qué soy yo ahora mismo.
Empecé a escribir en tiempos de pandemia con el ánimo, simple y llanamente, de acompañar a quien mi humilde pluma pudiese aportarle. Reconozco que hay un punto egoísta ahí: a mí me servía de terapia, por un lado, para tratar de entender qué estaba sucediendo ante tanto encierro repentino y, por otro lado, me servía (y me sirve) para sacar a la palestra miserias cotidianas, porque al exponerlas, las suavizas, y al compartirlas, tratas de que sean menos hirientes. Y no le puedo estar más agradecida a la vida por todo, por haberme dado aliento para escribir y por haberme dado a tantas personas a las que llegar. Créeme que, a mí, con una sola persona que me hubiese leído, me hubiese bastado para seguir.
Y no sé lo que va a pasar ahora. No sé si el 100 (como me pasó con mis 40 este noviembre) es un número tan importante como para tener que tomar decisiones, o si simplemente se trata de un número más, dentro de un infinito conteo. Pero a mí, el 100, como el 40, me generan respeto. Así que no sé si ir a por la 101 como los Dálmatas (cualquier excusa es buena para tirar del hilo) o cerrar el centenario y dejar el partido cuando el jugador sigue siendo digno de medio aplauso.
Así que creo que me vas a permitir que hoy sea un punto y nada más, sin que sea final, sin que sea suspensivo, sin añadirle la coma. Porque dependo de mi inspiración y de tu atención. Y ambos son, del todo, incontrolables. Gracias por las tres cifras. Gracias por recordarme qué me hace vibrar. Gracias por salir del punto y ser mi mejor paréntesis. Sea como sea, GRACIAS.